jueves, 31 de octubre de 2013

"¡Ahijuna, que me dió un julepe bárbaro!"

Como es habitual en este mes, al menos desde hace unos años en nuestro país, los kioskos y cotillones comienzan a poblarse de decoraciones, disfraces, y golosinas alusivas a la festividad (importada) de Halloween.


Kiosko de festejo (foto ©Marcelo Metayer)

La realidad es tentadora, en Estados Unidos es la segunda fecha en cualnto a recaudaciones comerciales. Se calcula que en ese país se gastan unos seis mil millones de dólares anuales entre decoraciones y golosinas (el costo del odontólogo calculo que va aparte).
Así que mientras muchos por estas tierras tratan, con algo más de modestia, de hacerse "el octubre" ofreciendo a la venta todo lo referente al tema, en forma paralela, sobre todo a través de las redes sociales, aparecen los detractores: personajes escandalizados que reclaman que la fiesta es extranjera, como si le dieran tanta importancia al Día de la tradición.
Así, se espantan de que nuestros gurises se disfracen de vampiros, brujas y fantasmas, y derraman letras y lágrimas quejándose de la colonización cultural, mientras mandan a sus hijos a escuelas en las que se enseña inglés y no guaraní, porque les va a servir más para el futuro.


Foto "de protesta" publicada en Facebook

Se reclama la "latinoamericanidad" como si fuese alguna clase de garantía de pureza, o de tradición absolutamente propia, pero no dicen nada a la hora de sentarse el 24 de diciembre a abrir regalos, costumbre ciertamente indígena, claro. Bien de nuestra tierra.
En Bolivia se festeja con enorme adhesión la fecha que sería una suerte de equivalente al Halloween, el Día de los Muertos (1 de noviembre), festividad de origen católico, no indígena, para la cual la gente que vive en las ciudades vuelve a su pueblo natal y, literalmente, se instala en el cementerio para compartir esos días con sus seres queridos ya fallecidos, a quienes les llevan ofrendas y regalos. 
En Brasil también ese día es feriado. Téngalo en cuenta si usted es un argentino abrazador de las festividades latinoamericanas que debe viajar a esos países en esa fecha: nadie le va a prestar atención, los shoppings y lugares públicos están cerrados, así de importante es el festejo. Y seguramente usted no se percate antes de llegar allá y verlo con sus propios ojos, porque por acá, por Buenos Aires al menos, no hay ni noticias de semejante efeméride.
Las matrículas de las academias de danza de la Argentina estallan de interesados en anotarse para aprender a bailar gato, chamamé y chacarera, seguramente. Y ni hablar de las peñas, claro. Lo supongo teniendo en cuenta la cantidad de posteos en las redes sociales reclamando lo que Pinti llamó en su momento el fanatismo telúrico.


Chiste alusivo que puede verse circulando en Facebook

Confieso haber festejado Halloween varias veces, incluso antes de que se pusiera de moda a nivel comercial. La última vez fue hace unos años, para los amiguitos de mi hija. No me genera absolutamente ninguna culpa, ni contradicción, después de todo el Papá Noel que todos celebramos como si fuera autóctono viene de tradiciones europeas, y para colmo la imagen de viejito rubio y chachetón que tenemos de él la inventó ni más ni menos que Coca Cola.



Escenografía casera para la fiesta de los chicos

Escandalizarse ante este "festejo" que, seamos realistas, en nuestro país no es más que una excusa para que los chicos se disfracen y compren golosinas, ya que la base real, pagana, celta del asunto está absolutamente ignorada, es negar que la cultura es un ente vivo. 
Hablar de "colonización" en una época tan globalizada como la nuestra es anacrónico. En todo caso preguntémonos por qué nadie reacciona tan apasionadamente ante los festejos de San Patricio. Será que si hay cerveza de por medio no es tan grave.
En Estados Unidos, la enorme comunidad latina está imponiendo la tradición de la "quinceañera". Supongo que habrá americanistas recalcitrantes que se preocupan por que esta fiesta acabe por eliminar la propia, que incluso ocurre un año más tarde en la vida de las chicas, los "sweet sixteen". O tal vez no.
Los árabes dejaron su influencia tras ocho siglos en España, los romanos "tomaron prestada" la religión griega, Marco Polo importó los fideos a Italia, y hasta el gatito que saluda en los supermercados chinos es de origen japonés.
La cultura es como el ser humano: vive, se nutre, toma y deja. No hay que asustarse por eso. 
Así que feliz Jalogüin, canejo!

"Apropiación" cultural y negocio

miércoles, 16 de octubre de 2013

Listas

Tengo una particular afición por hacer listas. De todo. Pero cuando lo pienso bien, creo que todas las personas, en mayor o menor medida, hacemos listas, ya sea mentales o escritas.
Probablemente todo empiece en la escuela, con la lista de útiles, la primera de todas. Orgullosos llevamos ese papel a casa, y vemos cómo mamá se esmera por que no falte nada, qué va a decir la maestra sino.
Con el tiempo mamá se va ocupando de otras cosas y nos queda a nosotros la responsabilidad de cumplir con lo solicitado, o de inventar una buena excusa para justificar que no nos acordamos de comprar el mapa número tres con división política de Europa que había pedido la profesora quince días antes.
Yo era muy, pero muy fanática de hacer las listas de invitados de las fiestas que organizábamos con mis amigas del colegio. Por aquellas épocas, todavía se usaban los "asaltos", o bailes en las casas de amigos, así que había muchas listas por hacer. La lista de las cosas que había que comprar, de la música que íbamos a pasar, y cualquier otra que se nos ocurriera.

Agenda del secundario, lista de cosas para el campamento

El tiempo dio lugar a otras listas: libros que leer, películas para ver, autores que investigar, materias que estudiar, idiomas que me gustaría estudiar, cualquier cosa que sonara interesante iba a parar a una lista. Iba, y va. Este post también perteneció antes de desarrollarse a una lista de "ideas para posts".
Pero no todas las listas son equivalentes. Hay dos grandes divisiones. Están las "prácticas": listas sobre compras que hacer, o las cosas que llevar en la valija antes de un viaje, o deudas a pagar. Hasta la ilusionada lista de nombres para el bebé en camino puede situarse en esta categoría.
Sin embargo también están las otras, las peores, las que implican cosas para hacer en un nivel más profundo. Pendientes.
Una clásica  es la de las cosas que "hay que hacer" antes de morirse. No me gusta esa forma de encarar las cosas, y además qué malo llegar a tu último día con pendientes ridículos como saltar de un puente en elástico.
Hay libros enteros que son listas encubiertas: "Las 1001 películas que debés ver antes de morirte", o "Los 1001 discos que debés escuchar antes de morirte". Lo peor de esos libros es que tanto la industria musical como la editorial siguieron adelante después de que se publicaron, así que probablemente esos "1001" sean bastante más a esta altura.
Las listas reflejan lo que deseamos pero vamos postergando, con esa indescriptible satisfacción de, una vez cada tanto, ir tachando un ítem de alguna, y sentir que hemos logrado algo. Pero también tienen su lado oscuro: la frustración de no cumplir todo lo que en ellas hemos escrito.


Algunas postergaciones van tan lejos que quedan en eso, una lista. A veces hasta con un tinte tragicómico. Como la lista de invitados a una fiesta de casamiento que nunca fue, y que ya nunca será, porque se acabó el amor antes de concretarse el evento. 
Se acerca fin de año, otro gran momento de listas. Empiezan los balances por todos lados, como en televisión, donde se ocupan largas horas de aire recordando lo que pasó en el año; en los trabajos, en las familias. Las listas de regalos navideños.
Y viene la otra lista, la tremenda, la de las "New Year's Resolutions" como indica la costumbre anglosajona. Las cosas que vamos a hacer en el año que empieza. Muchas veces las mismas del año anterior que no cumplimos, tal vez aggiornadas. 
"Empezar el gimnasio", "Bajar de peso", "Dejar de (vicio que corresponda)", y otras cosas, que a veces se cumplen, y las más, quedan en lista hasta el año siguiente.


Lo dije al principio, soy particularmente fanática de hacer listas. Pero lo que más me gusta es cuando la vida se encarga de encontrar caminos que no fueron escritos en ningún papel y me sorprende. Y tal vez no tenga dónde tildar lo que me está pasando. Pero me pasa, y eso me recuerda que estoy viva, y sigo, y ando, y cambio, y encuentro cosas, gente, que jamás se me habría ocurrido enlistar.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Mi mamá no entiende el vintage

Mi mamá es de otra generación: para ella, lo viejo es viejo. Y punto. Y si no anda, menos razón hay para guardar cualquier objeto. Se tira. Y punto.
Esto es así desde que tengo uso de razón, pero en su favor hay que reconocer que antes para toda la gente lo viejo era descartable y que la moda de considerar el valor nostalgioso de objetos que hasta no mucho antes eran una porquería es bastante reciente. 
Gracias a las movidas de diseñadores, decoradores y creativos, lo que antes era viejo ahora es "vintage", o "retro". Y es cool (como dice el personaje de Ralph el Demoledor: retro es "viejo, pero con onda").
Hoy se encuentran objetos que en algún momento alguien tiró, pero ahora son "exclusivos", a precios exorbitantes en los mercados de pulgas, esos lugares a donde se iban a buscar ofertas a precio de ocasión porque, justamente, eran de descarte.
Uno de los primeros sacrificios que recuerdo fue el del "tocadiscos". Mi mamá le regaló a un botellero (como se le llamaba entonces al cartonero) el aparato completo, más todos los discos de vinilo que había en casa. No tenían sentido: la novedad, el anuncio del "futuro", era un pasacassette (como le decíamos mi hermana y yo) Aiwa, así que para qué guardar todo ese mueble que ocupaba tanto espacio en el living. 
Entre los vinilos descartados recuerdo (entendí su valor mucho después) el disco "Help", de los Beatles, y el primer disco de Almendra. Duele, ¿no?



Y así, los años pasaron y los muebles fueron cambiando, la ropa de la infancia se fue donando, al nivel extremo de no quedar ni un escarpín de recuerdo y lo "nuevo" se fue abriendo paso.


Un sobreviviente: jueguito de Nintendo "Octopus"

Por suerte mi mamá no se lleva con las nuevas tecnologías. Y digo por suerte porque eso implica que se detuvo su afán de eliminar objetos de otras épocas.
Sin embargo todavía lamento su última víctima: un televisor Noblex de caja naranja, blanco y negro, de los años ochenta que estaba en un departamento en Villa Gesell.
Allí llegó ella, con su afán obsesivo por el orden y la limpieza, y no tuvo mejor idea que sacar esa caja, desde su punto de vista inútil y obsoleta, a la calle.
Yo no estaba. Cuando me enteré, lo lamenté de veras. No sólo se iban con él algunos pesos que se habrían obtenido de venderlo en lugar de tirarlo. Se iban también muchísimos recuerdos de la infancia, de los veranos, de cuando había que levantarse del sillón para cambiar de canal porque no existía el control remoto, de cuando los canales se captaban con la antena.
No es que pretenda que cada casa se convierta en un local de anticuario, llena de cosas viejas. Pero realmente no molestan un par de objetos puntuales, que alberguen recuerdos y además le aporten algo de estilo al lugar.
El "vintage" es moda. Sin embargo la nostalgia, los recuerdos, son personales. Y eso es lo que está bueno conservar.


miércoles, 11 de septiembre de 2013

En la dimensión desconocida

Ayer viví una experiencia casi sobrenatural, un desafío a la vida moderna, a la rutina tal cual como la conozco. 
Por razones de turismo filial, tuve que tramitar una VISA en una embajada en la que la seguridad es un valor muy preciado. A tal punto que no permiten que quienes allí asisten a realizar sus trámites lleven artefactos electrónicos de ningún tipo. Por ejemplo, teléfonos celulares. 
Como no tengo auto donde viajar y de paso dejar todas mis vituallas, debí tomar el colectivo. Así pasé cinco horas sin celular. Y no me refiero a cinco horas sin señal, sino a trescientos minutos sin siquiera saber qué hora era. Porque desde que tengo reloj en el teléfono no uso más reloj de pulsera. O sea, estaba en el limbo.
Apenas salí de casa con mi escueta bolsita con los documentos y papeles para el trámite, me sentí desnuda. Una obscena inseguridad de la que según parece, aunque recién lo noté ahora, me protege el aparatejo en cuestión. 
Subí al colectivo sin poder escuchar música. Por suerte, conseguí asiento pronto y me dediqué a viajar en mis pensamientos distrayéndome con el más que conocido paisaje de la avenida Juan B. Justo.
Pero claro, al navegar por esos pensamientos, se me ocurrían ideas, comentarios acerca de lo que estaba pasando. Y de repente caí en la cuenta de que me faltaba mi gran interlocutor en las soledades: no los podía tuitear.
Tampoco podía sacarle fotos a esa señora de cincuenta años que exhibía sus canas para enviársela a mi amigo, aquel que comentó algo al respecto hace unos días. 
Tampoco podía leer mis mails, ni los chats.
En la fila de espera no me quedó otra que hablar con otros que estaban en la misma situación que yo. Si no teníamos nada que hacer... 


Mi única osadía, mi única afrenta a la paranoia de los agentes de la embajada, había sido llevarme un cuento de Cortázar impreso en tres hojitas de computadora. Si me lo requisaban, no pasaba nada, no era como un libro. Estuve bien. Ese pequeño texto me acompañó un rato. Hasta que no quedó otra que volver a la charla menor con los otros esperantes.
De casualidad me encontré con una compañera de gimnasio. ¡Qué impotencia no poder mandarle un mensaje de texto instantáneamente a mi profesor para contarle! Me prometí contárselo al llegar a casa, pero claro, lo olvidé. 
Y es que el valor de ciertas comunicaciones es su instantaneidad. Pasado el momento justo se termina su sentido.
Cuando salí del custodiadísimo edificio, con la aprobación para el viaje bajo el brazo, tampoco pude llamar a la familia para darles la buena nueva. 
Qué incapaz me sentía, qué aislada. A pesar del hermoso día, y más que hermoso lugar donde me encontraba, me sentía sola. Sola de una soledad inmensa, de esa que se siente aunque estés rodeada de gente.
Me faltaban los interactores, todas esas personas que están, por múltiples vías, del otro lado de ese aparatito que para mi mamá parece salido del infierno, pero que es mi comunicación con todos.
Finalmente, después de otra travesía silenciosa en ómnibus, llegué a casa. Me reencontré con él: tenía mensajes de chat, de texto, de WhatsApp, mails, llamadas perdidas...
Qué alivio saber que todo seguía normal, y que el mundo y su gente seguían allí, encima de la mesa, en mi celular.