miércoles, 25 de noviembre de 2015

Colectivo suburbano

Todos los días, excepto aquellos en los que el clima y los tiempos permiten la caminata, voy a mi trabajo en colectivo. Son diez minutos de viaje en una línea de las que yo denomino "conurbanas" porque no pasan la General Paz hacia el lado de Capital.
El trayecto de esta línea es bastante acotado, de Morón a Liniers apenas, y recorre calles de barrio y por breves sectores alguna avenida, también de barrio.




Tiene una frecuencia de veinte minutos entre coche y coche y eso resulta en que, si sos pasajero habitual y por cuestiones laborales lo tenés que tomar siempre a la misma hora, te toca el mismo chofer y hasta los mismos pasajeros, aunque esto último es lo más variable.
Así, cuando comenzás a usar la línea y a ver la cara del mismo señor todos los días, a pesar de no ser persona de campo, empezás a saludarlo.
El tipo te ve cada mañana, no podés no saludar, por muy hosco que seas. La amabilidad, por otra parte, es recompensada. No sólo el hombre te saluda de vuelta y marca tu tarifa sin que tengas que decirle a dónde vas. También te otorga el beneficio de que, si un día te atrasaste un poquito y te ve venir corriendo, te espera.
Estas cuestiones de servicio personalizado en el transporte público no suelen suceder en las líneas "grandes" de colectivos. Esas que sacan un coche cada cinco minutos, y cuyos recorridos son tan extensos que los choferes se entremezclan en la grilla como mapa de vuelos internacionales.
Nunca te toca el mismo chofer, y si te tocara viaja tanta gente que es imposible que recuerde cuál es tu recorrido habitual.
Nadie se saluda, nadie se mira. Sólo a veces coinciden un par de madres que llevan a sus hijos al mismo colegio y se conocen de la puerta de la escuela o del grado, pero se mantiene el punto de que el viaje es corto. Y tampoco sucede todos los días.
Hace muchos años viajé a París. Mi hermana, arquitecta hoy, estudiante en ese entonces, me pidió que le sacara fotos a una casa de diseño que quedaba en las afueras de la ciudad, hecha por un famoso colega de ella, de esos muy premiados que se endiosan en la época estudiantil.
Cabe aclarar que mi hermana sólo me dio el nombre de la casa y el barrio, Saint Cloud. Ni calle, ni ninguna otra indicación. Y no había Internet donde buscarlas. 



Pero bueno, como una es solidaria y además infernalmente curiosa, logré reunir los datos necesarios para llegar a la Villa Dall'ava, de Rem Koolhaas. 
Llegué en el subte hasta la Puerta que correspondía. Aclaro que las puertas son como las salidas de la ciudad. Una vez que las cruzaste estás en el conurbano parisino.
Allí me dirigí a una oficina en la que me indicaron la dirección exacta y cómo ir hasta allí. Tenía que tomar un colectivo.
El colectivo en cuestión resultó ser una especie de combi en la que la única desconocida era yo. Los demás pasajeros se saludaban a medida que subían, charlaban de sus cosas, y también sabían en qué parada se bajaba cada uno de los otros.



Mi primera reacción fue la sorpresa: estábamos a muy poca distancia de una enorme urbe y sin embargo ahí parecía el pueblito de Heidi.
El ambiente era tan distinto al de la gran ciudad.
Y entonces pensé, como pienso cada día cuando yo u otro pasajero saludamos al chofer con un buen día, o hasta hacemos algún comentario más extenso, en cuánto más personas parecemos con cada interacción.
Las ciudades son maravillosas, no creo ser otra cosa que una urbanita aunque me guste despejarme de tanto en tanto. Pero nos perdemos en ellas.
Y a veces está bueno, es lo que buscamos, el reparo del anonimato.
Pero en otras ocasiones nos gusta que nos sonrían de vuelta, que nos saluden, que sepan, aunque sea por un pequeño rato, que somos personas y no entes deambulando por el mundo.


lunes, 23 de noviembre de 2015

Viajar Viajar - Souvenires

Cuando viajamos solemos practicar la costumbre de comprar cosas. Mientras tengamos algo de dinero y lugar en la valija, es inevitable.
A veces compramos cosas que necesitamos, como cuando encontramos en liquidación prendas de vestir, combos de bombachas y medias, o libros, muchos libros.
Hasta ahí todo bien.
El problema son las otras cosas que adquirimos. Las que de algún modo documentan nuestro itinerario. Las que nunca nos hicieron falta pero que queremos llevarnos como recuerdo de nuestro pasaje por aquellas tierras lejanas.  Esas que se suelen agrupar bajo el rubro "souvenires".
Adornos típicos, cositas para colgar, en fin, un surtido tan variado como innecesario. Oneroso, pero cómo no vas a llevarte ese cuenco pintado tradicional de este lugar.Tan lindo, tan local. O la espada de Toledo, tan histórica como recién forjada.



O ese sombrero mexicano traído de Cancún, carísimo, precioso, pero incómodo por demás para transportar en el avión (en la valija no cabía así que lo tuviste que subir como equipaje de mano) que acabó como depósito de polvo primero, y luego arrumbado en algún placard porque la verdad es que nunca coincidió con el estilo de decoración de la casa. Pero era tan lindo, y tan típico. Y tan inútil.
El problema básico de toda compra de viajero es el tiempo. O la falta de tiempo en realidad: no tenés momento para la reflexión. Es todo "ahora o nunca". Pasaste delante de la vidriera, o del puesto artesanal y tenés apenas una cuestión de segundos para decidir si te lo llevás o no.
Eso sucede porque no vas a volver a ese lugar. Estás de paso, entonces no es cuestión de volver al hotel, darte una ducha, o dormir y preguntarle a la almohada si vas a necesitar algún día esa quena del altiplano o ese sombrero colla.




No vas a volver a ese lugar jamás. Nunca en tu vida. NUNCA.
Por eso mejor pensá rápido, porque el objeto está a disposición apenas por un rato y si no lo aprovechaste, es decir, compraste, quedará para el próximo turista más despabilado (o no, en realidad, según sea el caso) que le pase delante.
Así llegás de vuelta a tu casa, desarmás el equipaje y te vas preguntando para qué te trajiste esto, o dónde vas a colgar esa chapita comprada en Notting Hill, tan monona ella, pero que no pega ni con cola con el mobiliario de tu cocina.
Te trajiste un cuadrito vintage y tu casa es minimalista. Y bueno, será el momento de pasarse a esa palabra tan amable para los desorientados como uno que es el "eclecticismo".
La cosa no termina con las compras para sí mismo. Los parientes y amigos a veces también viajan, y a veces también se acuerdan de uno.
Con suerte los agarraste con poco dinero para gastos superfluos (el regalito para el pariente es definitivamente un gasto superfluo en el global de un viaje) y te trajeron un imán para la heladera con la insignia del lugar. Y con un poco más de suerte es lindo y todo. Y sino, dejarás que lo cubran los volantes y folletos de delivery.



Con un poco menos de suerte, ya es un objeto que requiere de un espacio físico más comprometido. Un lugar en una repisa, un rincón en medio del living, un fragmento de pared.
Y lo peor es que, tras sucesivas mudanzas, los llevás con vos a todos lados, porque ¿cómo vas a desprenderte del regalito que te trajo la tía Nélida cuando viajó al Himalaya hace treinta años?
Así acabamos por acumular pedazos del mundo que se fabricaron exclusivamente para que la industria turística sume otro rubro de ingresos, pero que cargamos con el valor simbólico de ese momento en el que nosotros, o nuestro querido pariente, estuvimos en persona en aquel sitio tan recóndito del universo.



Un consejo a la hora de traer regalitos: que sean consumibles. Cremas, chocolates, una remera, algún perfume si da el presupuesto, aunque se note que los compraste en el free-shop de apuro. Nadie te lo va a reclamar, todo lo contrario.
Y en cuanto a las compras personales, bueno, les diría que le pongan paños fríos a la situación, que se dediquen a pasear y traigan sólo lo imprescindible. Aunque no sean objetos tan típicos del lugar, ni estén tan cargados de simbolismos varios. Compren sólo esas cosas que les van a durar para siempre, pero no como molestias, sino como placeres.
Libros, por ejemplo.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Diapositivas

Nací a principios de la década del '70. En 1973 para ser exactos.
No tengo mucha idea de por qué, pero el archivo fotográfico familiar indica que en esa época estaba de moda sacar fotos en formato diapositiva.
Por si alguien muy, muy, joven e inexperto lee esto, aclaro que las diapositivas eran, son, bueno, fotos del tamaño de un negativo de película de 35 mm pero "positivado", o sea, en la que se ven los colores como realmente son y no al revés.
A nivel uso docente o profesional, son las precursoras de las presentaciones en PowerPoint, o su última versión analógica, las filminas.
Para verlas, dado su compacto tamaño, hace falta un proyector, aparato que lanza un haz de luz a través de ellas al tiempo que las ilumina y las proyecta, justamente de ahí su nombre, sobre una superficie clara y despejada, como la pared del living o la pantalla enrollable portátil que se compraba para tales fines.
Otra particularidad es que, dado que son pequeños recortes de película, para manipularlas se las coloca en marcos de plástico, de variados estilos y colores, según la marca.



Hoy en día sería imposible que siguieran en vigencia. No sólo porque las cámaras digitales no soportan el formato, sino por el culto que mirarlas implicaba.
Si para algunas personas ya resulta engorroso compartir un álbum de fotos "físico" (de fotos de papel, no digitales), el caso de la diapositiva implicaría un esfuerzo equiparable a escalar el Everest.
Y sin embargo había algo lindo en verlas, algo así como un ritual. 
Exigía una disposición tipo cine o teatro: todos los asistentes con las sillas, almohadones o lo que más cómodo les resultara, sentados mirando hacia la pared o pantalla en cuestión. En una mesa atrás, el proyector y su proyectorista: el amigo o familiar que traía las fotos para mostrar, o que se ofrecía para pasar las de la casa. 
Los carretes de los proyectores familiares soportaban hasta treinta diapositivas por tanda, por lo que, para que la sesión no perdiera dinamismo, hacía falta comprar unos cuantos y prepararlos de antemano. Era fundamental cargarlos con las diapositivas mirando hacia abajo porque el efecto óptico del proyector, como el ojo humano, las invertía. Y no había nada más molesto que estar sumergido en ese desfile de fotos y que de pronto apareciera una cabeza abajo. 
En los colegios o empresas solía haber proyectores automáticos, que con un control remoto iban pasando las fotos una a una, en lugar de requerir a una persona que las pasara en ese movimiento tipo cortadora de fiambre que ingresaba una foto y luego de que fuera vista y comentada por los asistentes, la sacaba para ingresar la siguiente.



"Comentada" dije. Y es que eso es lo que sucedía, y así se completaba el ritual: todos hablando de esa imagen expandida que teníamos enfrente. Podía ser de un viaje, o, como no quedó otra en mi caso, de fotos familiares viejas.
Aparecés ahí de bebé, y la interjección de ternura de los que la ven es inevitable.
A veces tengo ganas de organizar una merienda de "pasada de diapositivas". 
Será cuestión de preparar el tiempo, el espacio, y la voluntad de los asistentes para tal fin. Y así poder ver esas fotos de cuando eras chiquita, en la plaza, en la Galería Jardín o en la casa de la abuela. Algunas, muy pocas, fueron impresas (se podía hacer eso).
El resto quedaron ahí, en cajas grises, en sus pequeños marcos como ventanas a un pasado que apela a la nostalgia, pero también a cuando había un tiempo para reunirse y charlar de las fotos, de las vivencias, de los recuerdos.
Algo en desuso hoy, epoca de Instagram, en la que todo se termina en el momento en que nos mandamos las fotos por WhatsApp.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Campaña del hartazgo

Se habla, y mucho en estos días, de la campaña del miedo.
Los ubico: escribo el 15 de noviembre de 2015. Hace tres semanas se celebró la primera vuelta de las elecciones presidenciales con el resultado parcial de dos candidatos que deberán enfrentarse en el balotaje ya que ninguno alcanzó la mayoría absoluta.


Estas semanas que transcurren entre aquella elección y la segunda vuelta, programada para el 22 de este mes, se convirtieron por ende en tiempo de definiciones para quienes en la primera vuelta habían votado a otros candidatos, a las minorías.
Ante este panorama, la guerra se desató. Los dos partidos mayoritarios salieron a la caza del votante ajeno con la ferocidad y fanatismo de quien encara una guerra religiosa.
En lugar de debatirse propuestas, la estrategia elegida es ensuciar al otro. Amenazar con lo que sucederá si gana el adversario.
Todas cosas horrendas, claro. 


A esta seguidilla de visualizaciones nefastas se le llama la "campaña del miedo".
Sin embargo, yo voy a referirme a otro aspecto, que no es una estrategia sino más bien un efecto, adverso, claro: el hartazgo.
La militancia obsecuente e invasiva a través de llamados telefónicos a quienes no estén registrados en listas para evitar telemarketing (que existe, aunque nadie sabe cómo anotarse), mails ofreciéndote ser voluntario para tal o cual agrupación, mesitas repartidoras de globos y volantes en cuanta esquina se pueda, convocatoria a marchas con consignas de lo más incomprensibles si se tiene en cuenta que hablamos de un futuro presidente de este bendito país ("Amor sí, Macri no") y que remiten con suerte al movimiento hippie. 


A todo eso se suma la febril campaña de personas comunes y corrientes, no militantes habituales, que se hacen eco vaya uno a saber por qué y que dedican sus días a subir fotos, noticias falsas y recordatorios del apocalípsis que se nos está por venir, gane quien gane, en las redes sociales.


Así, abris tu perfil de Facebook para comentar una idiotez o para ver en qué andan tus amigos y te encontrás con montones de posts cruzados en favor de uno o de otro partido. 
Cuántas amistades se perderán debido a esto, no quiero imaginar.
Pero el colmo, y esta vez sí me refiero al oficialismo en particular, es el uso de medios de comunicación para difundir falsedades. Porque una suposición no es NOTICIA, por ende anunciarla como tal es falsedad.
Me preocupan los medios en general, pero lo que no deberíamos tolerar es que se utilicen medios nacionales, estatales, no partidarios (concepto que en nuestro país parece no haberse esclarecido jamás) para tales fines.
El papel de la agencia Télam, o del canal 7, son lamentables.
Y como frutilla del postre, sectores que no comulgan con ninguno de los candidatos haciendo campaña, sí, campaña, por el voto en blanco. Como si se lograra algo con eso.
Tanta lucha lo que consigue es el cansancio del votante, que ya participó de dos comicios (PASO y primera vuelta) y todavía tiene uno más pendiente. 


El acto electoral, más que valorable en una sociedad como la nuestra que perdió esa posibilidad durante tantos años, se ha vuelto rutina. En su connotación negativa. 
Pero lo peor es esta contaminación de la decisión ciudadana con culpas y amenazas de un futuro que puede o no suceder. 
Así, llegaremos todos al 22 hartos. Hartos de escuchar y ver basura volando en todas direcciones. Hartos de que en lugar de propuestas y hasta las nunca cumplidas promesas de campaña se hayan transformado en insultos. Hartos de que quienes no compartan tu opinión te acusen de querer fundir al país. Hartos hasta de lo sano de la política, por extensión.
Esta noche se realizará el debate, el clímax probablemente de esta campaña. Llegamos tan cansados que no sé cuántos lo escucharán con atención.
Lo más seguro es que va a haber quienes levanten cita por cita a las redes sociales, con algún comentario lateral ad hoc.
Hemos desvirtuado todo. Ya no hay ideas, proyectos de país. Justo en éste, al que tanta falta le hacen.
Sólo queda la basura. Sólo el hartazgo.



sábado, 7 de noviembre de 2015

Tarot

Las artes adivinatorias acompañan a la humanidad desde sus inicios más remotos. El ser humano siempre buscó la posibilidad de saber de antemano las cosas. Algunas, al menos. 




Se trataba de encontrar un adelanto del destino en cualquier cosa. Vísceras de animales, movimientos planetarios, restos de té o café, las líneas de las manos, una bola transparente, y cuanta cosa donde alguien asegurara ver, como a través de una pantalla de cine, qué deparaba el futuro.

Los gobernantes de todas las épocas y sistemas consultaron a sus adivinos, en vanos intentos por saber qué caminos seguir.

Y si ellos lo hicieron, por qué no el resto de los simples mortales. Al fin y al cabo a nadie le viene mal alguna ayudita en cuanto al resultado posible a la hora de tomar una decisión.

Así, cuando paseamos por Caminito o Plaza Francia, contamos con amplia oferta de puestos de tarotistas, que se reclaman a sí mismos videntes naturales en la mayoría de los casos, para detenernos un rato y pedir alguna iluminación sobre eso tan oscuro que es nuestro futuro. Por una módica suma de efectivo, por supuesto.




Pero ¿cómo saber cuál de estos pitonisos urbanos de siglo XXI es realmente lo que dice ser? Conviene hacer la consulta con algo de escepticismo, ya que no hay certificado alguno que avale que la persona sentada del otro lado de la mesita cuente con habilidades reales. Y es que lo sobrenatural también es inconmensurable.

Ante la duda, continuamos el paseo como lo que es, eso, un simple paseo, y dejamos las consultas para aquellos que sí parecen ostentar algún poder real. Los conocidos. Los famosos. Astrólogos, tarotistas, videntes naturales que salen en los medios, publican libros con los pronósticos anuales para todos los signos y en todos los horóscopos hasta ahora inventados. Bueno, si tienen ese nivel de popularidad, por algo será, ¿no?



Y sin embargo lo más saludable sería mantener la duda. Con respecto a la idoneidad del adivino en cuestión y con respecto a nuestro destino.

Claro que nos encantaría saber si esos ojos increíbles que nos fascinaron serán nuestra futura pareja. Por supuesto que, ante alguna sospecha de infidelidad queremos saber la verdad, cueste lo que cueste. Y lógicamente también queremos saber cómo nos irá en nuestra economía y si hay algún viajecito por delante.

Lo del viaje hay que darlo por descontado. Se ve que es lo que todo el mundo quiere, así que no falla. En todos los futuros hay un viaje. No se aclara si el destino es el cementerio, pero el viaje está, sí señores. 




Y con respecto a todo lo demás, bueno, mi experiencia personal es que, así como las interpretaciones de textos pueden variar de lector en lector, también varían las interpretaciones de las lecturas de cartas. Y los resultados pueden ser el opuesto absoluto de la realidad. El marido que los naipes prometen como fiel acaba de tener un hijo con otra; el dinero que abunda es en deudas, no en disponible; y la separación que la tarotista no ve es, en la realidad, inminente.

No es que no deje margen a la duda. Una vez mi hermana tomó un taxi y el chofer le habló de su presente y futuro, sin cobrarle un peso (por eso, le cobró la tarifa del taxímetro, claro). Un hombre con capacidades especiales. Existe gente así, puede ser. Como la mujer que ve gente muerta de la serie "Médium", personaje basado en una persona real, que de hecho asesora en la serie.




Lo que es seguro es que ninguno de ellos cobra por lo que los demás vemos como un don y ellos viven como una tortura. No debe ser muy divertido saber qué va a pasar. O qué pasó en el caso de las muertes violentas.

Al fin y al cabo de eso se trata la vida: de recorrer una aventura en la que escribimos cada capítulo a medida que avanzamos. Aunque nos gustaría tanto saber si ESE hombre es el amor de nuestra vida...

¿Tiramos las runas?




La condena

El caso horroriza a la ciudad, al país. 
Lo impensable, lo insoportable: una beba recién nacida, con el cordón umbilical sin cortar aún fue abandonada en una bolsa de basura en una estación de servicio.
Una empleada del lugar la encontró, la abrigó, llegaron las autoridades, el hospital: la beba está sana y salva en cuanto a lo biológico, pero no tiene padres. O casi.

Gracias a las cámaras de seguridad del lugar se pudo identificar a la madre y a su pareja, quien, según los testimonios de las mismas empleadas, fue el que entró a la parte de mercado de la estación a comprar apósitos femeninos "para una emergencia".
Ambos fueron detenidos y acusados de "abandono de persona". Porque la beba sobrevivió, sino sería otra la causa.
Sin embargo, 24 horas después de esa imputación inicial, el hombre fue liberado por "falta de méritos" y ella, la madre, procesada y embargada.
Sé que esto sobre lo que voy a reflexionar no le causará gracia a muchos. Lo veo en los comentarios de las notas periodísticas sobre el caso. "Asesina", "que la castren", dicen todos con el dedito acusador.


Nadie se atreve a preguntarse qué pasó por la cabeza de esa mujer durante estos nueve meses y mucho menos en el momento en el que dejó a su propia bebé abandonada para morir.
¿Era realmente consciente de que eso que dio a luz era una persona?
En su familia no sabían que estaba embarazada. La madre de ella incluso dijo que no es la primera vez que oculta un embarazo. No es la primera vez. ¿Y qué piensan? ¿Que es una excéntrica, acaso? ¿A nadie se le ocurrió preguntarse si padece problemas psiquiátricos?

En lugar de intentar comprender la situación de alguien que llega a una situación tan extrema hacemos matemática de la psicología.
Es mujer (por ende NO HAY MANERA de que no quiera ser madre) + no es indigente (no tiene la excusa telenovelera de que no va a poder mantener al hijo) + no carece de instrucción = si no se hizo cargo de la bebé es una asesina en potencia.
La condena cae siempre, infalible y cruel, sobre la mujer.
Y la maternidad es el punto más evidente.
El supuesto padre dice no haber sabido que su pareja estaba embarazada. No se dio cuenta de que no menstruaba, conviviendo. No le tocó nunca el vientre. No observó malestares. Nada. Pero claro, es hombre. Y esas son cosas de mujeres.

Ella quedó procesada, él está libre. 
Porque para condenar a la mujer, sí, vamos todos, es la que tenía la criatura en su vientre. Un padre puede, cómo no, es natural, ser abandónico, pero ¿cómo lo va a ser una madre?
En lugar de preguntarnos qué pasó con ella, le caemos con el peso de la ley. 
La beba fue engendrada por ella sola, parece. El tipo que estaba allí, sea o no el padre, no tiene mérito para la justicia. Claro, es hombre.
Y de educación sexual, mejor ni hablemos.
Qué fácil es juzgar, condenar, pero sólo a las mujeres, porque la vida se evidencia en nosotras, porque tenemos la obligación.

Se nos condena si no deseamos ser madres, si lo deseamos pero también deseamos otras cosas. Si para desarrollarnos dejamos al chico con la niñera, o con la abuela. Si por ser madres se nos cayeron las tetas y se nos ensanchó la cadera. Si damos el pecho, si damos mamadera. Si le cantamos canciones de cuna, si no lo hacemos. 
Se condena la educación sexual, el uso de anticonceptivos. El aborto. 
Y después "no se entiende", no se acepta que se pueda llegar a una situación como ésta.


Se nos exige ser independientes, bellas hasta la muerte, y por belleza me refiero al sentido comercial, a la juventud eterna, a disimular el paso del tiempo por nuestros cuerpos, y claro, el de la maternidad.
Se nos exige ser madres, desearlo a como dé lugar. Ser buenas amas de casa, si es posible profesionales y con tiempo para todo eso más el spa y el gimnasio. Y los chicos, claro.
Una mujer que se queda en su casa, que "está al pedo", es condenada incluso por sus pares mujeres, que tienen que trabajar además de todo lo que hacen a nivel doméstico. 

Nos desgajamos en múltiples funciones, somos capaces de cambiar un pañal mientras atendemos una llamada de trabajo con el celular. "Multitasking" nos gusta llamarnos. Para darle algo de simpatía a la situación.

No defiendo lo que hizo esta mujer, ni mucho menos, pero de verdad no entiendo el proceder judicial que en lugar de buscar una explicación, de ayudar a una mujer que hace algo tan extremo, la condena e ignora el rol del hombre.
¿Le puede parecer a alguien que lo hizo en su "sano juicio", con deliberación, con la perversa decisión de dejar morir a la criatura?


Y no es sólo la justicia. Toda la sociedad la mira mal.
Es intolerable. Una mujer que no quiera, no pueda cumplir con las expectativas que se tienen sobre ella. Y mucho más grave es que ni siquiera sepa disimularlo recurriendo a un aborto, ilegal, para que nadie se dé cuenta de lo que sucede en su cabeza.

Mal, mujer, te has portado muy mal. Asesina. Que te castren.