sábado, 14 de septiembre de 2013

Mi mamá no entiende el vintage

Mi mamá es de otra generación: para ella, lo viejo es viejo. Y punto. Y si no anda, menos razón hay para guardar cualquier objeto. Se tira. Y punto.
Esto es así desde que tengo uso de razón, pero en su favor hay que reconocer que antes para toda la gente lo viejo era descartable y que la moda de considerar el valor nostalgioso de objetos que hasta no mucho antes eran una porquería es bastante reciente. 
Gracias a las movidas de diseñadores, decoradores y creativos, lo que antes era viejo ahora es "vintage", o "retro". Y es cool (como dice el personaje de Ralph el Demoledor: retro es "viejo, pero con onda").
Hoy se encuentran objetos que en algún momento alguien tiró, pero ahora son "exclusivos", a precios exorbitantes en los mercados de pulgas, esos lugares a donde se iban a buscar ofertas a precio de ocasión porque, justamente, eran de descarte.
Uno de los primeros sacrificios que recuerdo fue el del "tocadiscos". Mi mamá le regaló a un botellero (como se le llamaba entonces al cartonero) el aparato completo, más todos los discos de vinilo que había en casa. No tenían sentido: la novedad, el anuncio del "futuro", era un pasacassette (como le decíamos mi hermana y yo) Aiwa, así que para qué guardar todo ese mueble que ocupaba tanto espacio en el living. 
Entre los vinilos descartados recuerdo (entendí su valor mucho después) el disco "Help", de los Beatles, y el primer disco de Almendra. Duele, ¿no?



Y así, los años pasaron y los muebles fueron cambiando, la ropa de la infancia se fue donando, al nivel extremo de no quedar ni un escarpín de recuerdo y lo "nuevo" se fue abriendo paso.


Un sobreviviente: jueguito de Nintendo "Octopus"

Por suerte mi mamá no se lleva con las nuevas tecnologías. Y digo por suerte porque eso implica que se detuvo su afán de eliminar objetos de otras épocas.
Sin embargo todavía lamento su última víctima: un televisor Noblex de caja naranja, blanco y negro, de los años ochenta que estaba en un departamento en Villa Gesell.
Allí llegó ella, con su afán obsesivo por el orden y la limpieza, y no tuvo mejor idea que sacar esa caja, desde su punto de vista inútil y obsoleta, a la calle.
Yo no estaba. Cuando me enteré, lo lamenté de veras. No sólo se iban con él algunos pesos que se habrían obtenido de venderlo en lugar de tirarlo. Se iban también muchísimos recuerdos de la infancia, de los veranos, de cuando había que levantarse del sillón para cambiar de canal porque no existía el control remoto, de cuando los canales se captaban con la antena.
No es que pretenda que cada casa se convierta en un local de anticuario, llena de cosas viejas. Pero realmente no molestan un par de objetos puntuales, que alberguen recuerdos y además le aporten algo de estilo al lugar.
El "vintage" es moda. Sin embargo la nostalgia, los recuerdos, son personales. Y eso es lo que está bueno conservar.


miércoles, 11 de septiembre de 2013

En la dimensión desconocida

Ayer viví una experiencia casi sobrenatural, un desafío a la vida moderna, a la rutina tal cual como la conozco. 
Por razones de turismo filial, tuve que tramitar una VISA en una embajada en la que la seguridad es un valor muy preciado. A tal punto que no permiten que quienes allí asisten a realizar sus trámites lleven artefactos electrónicos de ningún tipo. Por ejemplo, teléfonos celulares. 
Como no tengo auto donde viajar y de paso dejar todas mis vituallas, debí tomar el colectivo. Así pasé cinco horas sin celular. Y no me refiero a cinco horas sin señal, sino a trescientos minutos sin siquiera saber qué hora era. Porque desde que tengo reloj en el teléfono no uso más reloj de pulsera. O sea, estaba en el limbo.
Apenas salí de casa con mi escueta bolsita con los documentos y papeles para el trámite, me sentí desnuda. Una obscena inseguridad de la que según parece, aunque recién lo noté ahora, me protege el aparatejo en cuestión. 
Subí al colectivo sin poder escuchar música. Por suerte, conseguí asiento pronto y me dediqué a viajar en mis pensamientos distrayéndome con el más que conocido paisaje de la avenida Juan B. Justo.
Pero claro, al navegar por esos pensamientos, se me ocurrían ideas, comentarios acerca de lo que estaba pasando. Y de repente caí en la cuenta de que me faltaba mi gran interlocutor en las soledades: no los podía tuitear.
Tampoco podía sacarle fotos a esa señora de cincuenta años que exhibía sus canas para enviársela a mi amigo, aquel que comentó algo al respecto hace unos días. 
Tampoco podía leer mis mails, ni los chats.
En la fila de espera no me quedó otra que hablar con otros que estaban en la misma situación que yo. Si no teníamos nada que hacer... 


Mi única osadía, mi única afrenta a la paranoia de los agentes de la embajada, había sido llevarme un cuento de Cortázar impreso en tres hojitas de computadora. Si me lo requisaban, no pasaba nada, no era como un libro. Estuve bien. Ese pequeño texto me acompañó un rato. Hasta que no quedó otra que volver a la charla menor con los otros esperantes.
De casualidad me encontré con una compañera de gimnasio. ¡Qué impotencia no poder mandarle un mensaje de texto instantáneamente a mi profesor para contarle! Me prometí contárselo al llegar a casa, pero claro, lo olvidé. 
Y es que el valor de ciertas comunicaciones es su instantaneidad. Pasado el momento justo se termina su sentido.
Cuando salí del custodiadísimo edificio, con la aprobación para el viaje bajo el brazo, tampoco pude llamar a la familia para darles la buena nueva. 
Qué incapaz me sentía, qué aislada. A pesar del hermoso día, y más que hermoso lugar donde me encontraba, me sentía sola. Sola de una soledad inmensa, de esa que se siente aunque estés rodeada de gente.
Me faltaban los interactores, todas esas personas que están, por múltiples vías, del otro lado de ese aparatito que para mi mamá parece salido del infierno, pero que es mi comunicación con todos.
Finalmente, después de otra travesía silenciosa en ómnibus, llegué a casa. Me reencontré con él: tenía mensajes de chat, de texto, de WhatsApp, mails, llamadas perdidas...
Qué alivio saber que todo seguía normal, y que el mundo y su gente seguían allí, encima de la mesa, en mi celular.