martes, 29 de diciembre de 2015

Cuando se apaga la luz...

Éste es un post sobre los cortes de luz. Sin embargo, está muy lejos de ser un escrito con pretensiones de análisis de ningún tipo. No voy a ahondar en las posibles razones ni responsabilidades técnicas, políticas u económicas de los apagones que se están produciendo en Buenos Aires por estos días. 



La idea en cambio, de fuerte convicción superflua y pasatista, es aligerar las consecuencias de estos incómodos oscurecimientos con una visión optimista, casi lúdica diría, de la cosa.
Por eso propongo empezar por los juegos, justamente. (Dado que ésta es una página de acceso libre, haremos hincapié sólo en aquellos juegos en los que pueda participar activamente toda la familia).
Sombras chinescas, por ejemplo. Qué mejor manera de tranquilizar a nuestros cyber chicos, que viven enchufados a aparatos y conectados a redes las 24 horas, que sentarlos un rato con apenas una linterna o la luz de una vela, en caso de ahorro energético máximo, a adivinar qué animalito es tal o cual sombra proyectada en la pared. Padres, tíos, abuelos, y cualquier otro sobreviviente de generaciones anteriores podrán aportar su creatividad para deleite de los chicos, que tras un conejito y algún otro bicho, se dormirán de aburrimiento en la oscuridad cómplice que les otorga la compañía de luz. 


Cuarto oscuro. Como por trabajos técnicos es probable que la luz vaya y venga de a ratos (está pasando en Ramos Mejía en este momento), se puede aprovechar para esconderse. Dejen la tecla de la luz en encendido así cuando la energía vuelve e ilumina al tío que todavía no encontró dónde meterse, por ejemplo, es sorpresa para todos. Avísenle a sus niños que la luz roja del stand by de algunos artefactos electrónicos se ve igual en la oscuridad, así que deben dejarlos sobre la mesa si no quieren ser descubiertos.

Ya no tan lúdico, o sí, depende de cómo se desarrolle la cuestión, es otro uso del corte de luz para aquellos afortunados (esperemos que así lo consideren ellos también) que están en pareja: cena a la luz de las velas. 
Convengamos que la oscuridad nos agarró sin mucho margen para preparativos, así que habrá que conformarse con el pedazo del matambre de Navidad que todavía está en la heladera, alguna ensaladita y lo poco que puedas improvisar. Las velas no son de restaurant, apenas unas Ranchera ya usadas en apagones anteriores, que se derriten más rápido que el helado que aguarda en el freezer, también desde el pasado 25. Lástima que quedó sólo el almendrado o esos sabores que todos dejan para lo último, pero todo vale en pos de recuperar el romanticismo.


El único inconveniente para la velada perfecta es que estás sumida en una ola de calor que alcanzó hasta a Nueva York. Él llega todo transpirado del trabajo y no le gusta bañarse a oscuras, así que le espolvoreás desodorante como si fuera Flit a los mosquitos.
A no decaer, muchacha, que en cualquier momento te devuelven la luz por un rato y podés zafar mirándote una película de Nora Ephron.

Para las solas (aunque también puede practicarse en pareja, pero no discriminemos) está la posibilidad de cumplir la fantasía del baño de inmersión rodeado de velitas.
Claro, tenés que cumplir ciertos requisitos previos. Primero y fundamental: tener bañera. Ignoren del todo este comentario aquellas que viven en casas con "practiquísimos" box de ducha. 


Segundo, haber comprado con antelación las velas y la espuma o sales aromáticas para baño. El jabón blanco no sirve, chicas, para darle glamour a este momento, mal que nos pese. Cualquier cosa busquen bien en el mueble del baño, siempre hay algún viejo regalo que incluía estas cosas.
Una vez preparado todo, a llenar la pileta. Eso sí, te deseo que tengas termo o calefón a gas, porque si en aras de la modernidad te instalaron uno eléctrico, bueno, a menos que te guste el agua fría, vas a tener que dejar la cosa para la próxima (casa en la que vivas).

Cierro este ya extenso post con una reflexión que siempre me surge en estas situaciones, cuando reniego de andar a oscuras y no tener toda la casa iluminada como salón de fiestas. O cuando me quejo de que no se me ocurre qué escribir, y entonces recuerdo a todos aquellos cerebros brillantes, escritores anteriores a Edison, que desarrollaron sus palabras a la luz de una vela, en pergaminos y con pluma y tintero.
Mi absoluta admiración a ellos, escritores a pesar de la incomodidad y dificultades. De ustedes es la verdadera luz. La de las ideas.


miércoles, 23 de diciembre de 2015

Propósitos de Año Nuevo

Termina diciembre. Termina el año. Momento de balances y revisiones, de recordar con sonrisas los buenos momentos y lamentar las malas decisiones o revisar si fueron tan malas realmente.
Es el momento también de hacer planes. De tomar lápiz, papel, convicción e imaginación y encarar la lista que los países sajones denominan "New Year's Resolutions" o, en nuestro castellano local, "Propósitos de Año Nuevo".


Es habitual que la lista la encabecen los propósitos que uno se había planteado para el año que se va y no cumplió. Eso de darse un año más (uno que en realidad pueden ser varios, según la antigüedad de la meta) para llegar al ansiado objetivo.
No hace falta organizar encuestas, los básicos son incluso universales: adelgazar, hacer más ejercicio, dejar de fumar. Algo que señala cuánto nos preocupa la salud mientras no sea momento de hacer algo por ella.



Luego vienen los propósitos de índole más bien económico, y en este rubro uno siempre tiene la posibilidad de culpar a otro de no haberlo cumplido ya. Al gobierno de turno, al que se fue, al jefe que paga poco y al almacenero que cobra mucho. Ahorrar, ganar más dinero, son algunas de las aspiraciones para el año que entra. Para todos en realidad.

Por último, los más ideales y seguramente, los más interesantes: leer más, ver más películas, algún viaje (dicen los que saben de cumplir objetivos que hay que proponerse un destino específico y no decir "viajar" en general), estudiar algo nuevo (idioma, carrera, curso de cocina), y ese tipo de cosas. 




Solemos saludar a los demás para estas fechas deseándoles que el año que viene sea mejor que el que pasó. Y lo hacemos con un dejo de nostalgia, como si se hubieran pasado 365 días en vano.
Le decimos a los otros, y en cierto modo a nosotros mismos, que ojalá que el próximo sea "su" año. Sin embargo si lo pensamos bien sería bastante triste que así fuera. El objetivo, el deseo de toda una vida debería ser que el año por comenzar sea mejor que el que termina, y así permanentemente. Incluso si éste fue maravilloso.
Porque si no esperamos que cada año supere al anterior nos estamos exponiendo a la decadencia, a un continuo declive.
Haber logrado este año todo lo que se esperaba en la vida implica ir de ahí en más hacia abajo, hacia la chatura, hacia la nostalgia infinita. Horrible.

Deberíamos aspirar a tener buenos años, y luego años mejores, y así hasta el final.
Anoten todo lo que van a hacer este año, 2016, que les deseo espectacular. Pero también les deseo que no sea tan bueno como el 2017, y mucho menos que el 2018.




No dejen de soñar, de hacer planes, de armar proyectos, de intentar concretarlos. Pero por sobre todas las cosas, no dejen de hacer. El cine es un arte maravilloso, pero en la vida lo que funciona no es estar sentado en la butaca, sino ser quien actúa, quien realiza.
Quien es protagonista, en fin.



jueves, 10 de diciembre de 2015

Viajar Viajar - Aviones

Comer

Tu vuelo sale a las 14 horas. Por esas cuestiones de requerimientos de los aeropuertos, llegaste al lugar a las 11, media mañana. Por supuesto, no almorzaste. Es probable que, entre las corridas de armar el equipaje a último momento (¿hay alguien que no lo haga a último momento?), los nervios de los documentos, las llamadas al resto de la familia para controlar que todo marche en orden y otros menesteres varios, tampoco hayas desayunado.
Subís al avión. Felicidad: comienza el viaje.
A la hora y media de vuelo te traen la comida. Almuerzo tardío, pensás. Pero no, resulta ser la cena.
El jet lag comienza en el estómago.



El espacio es reducido, viajás en clase turista y no te importa, lo que vale es estar ahí, y vos tenés un par de TOCs importantes.
Así que maniobrás los cubiertos plásticos con la habilidad de un cirujano y acomodás los alimentos y bandejitas con la expertise de un campeón de Tetris. No hay margen de error.
Si viajás con niños propios, es seguro que debas organizar además la bandeja del menor en cuestión. Y recibir todo lo que no le gusta. Que, a pesar de haber encargado con tiempo en la página web de la aerolínea el menú infantil, es mucho.
Los gustos no son sólo cuestión de edad, sino de culturas.
El tuyo es "light" en algún otro planeta con gravedad cero, porque lo único que te cambiaron es el postre por una fruta en trocitos y la manteca por queso crema. Pero en fin, no es un restaurant, se come lo que se puede y lo que no, vuelve al carrito del catering.

Dormir

En un vuelo transatlántico de doce horas, el tema del sueño es uno de los ítems preocupantes. En especial, insisto, en clase turista, donde no tenés esa posibilidad tan atractiva de las publicidades que son los asientos que se hacen cama. Acá si lo reclinás un poco, considerate afortunado. Y sino, mirá a los que están en la última fila. No se pueden reclinar, no. Acordate bien para la próxima.
Al principio te molestan las zapatillas que elegiste para viajar por ser el calzado más cómodo. Así que aceptás la oferta de la azafata y te hacés de un par de "pantuflas" que no son más que un par de medias grises, buen color para pasearse con ellas por el interior del avión.
Y acá sí viajar con un menor es una ventaja: no ocupa su asiento completo. Entonces levantás el brazo que los separa y esparcís un poco de tu humanidad (menos mal que adelgazaste) en su lado.



Hasta acá la parte de acomodarse. Falta la parte, la más ardua: conciliar el sueño.
Si sos una insomne en tierra, con mucha más razón lo serás en el aire. Además si tu estómago apenas termina de asumir que lo que para él era un almuerzo fue una cena, imaginate explicarle a tu cerebro que lo que es la tarde en realidad es la noche y que encima te estás moviendo aceleradamente hacia el día siguiente.
Música. Algo para leer. Una película. Nada funciona. 
Hasta que, no sabés si de cansancio o aburrimiento, te dormís. Pero no pasa mucho tiempo cuando sentís que las luces se encienden todas a la vez y el bullicio crece. Amanecer virtual, afuera sigue oscuro. Hora del desayuno.

Ir al baño

Nunca esperes a tener ganas. No hay manera de calcular cuánta gente puede estar adelante tuyo en la fila para el baño.
Así que tomá como costumbre ir cuando se te ocurra. Cuando quieras aprovechar para estirar las piernas y evitar de paso una trombosis, o cuando el menor que te acompaña te lo pida. No desperdicies ocasión.
Finalmente lo lográs, pasaron las quince personas que tenías delante y llega tu momento.
En cuanto ingresás al cubículo te preguntás cómo es que es tan común la fantasía erótica de tener relaciones en el baño de un avión. 
Si el espacio para comer y dormir era reducido, el cubículo del toilette está diseñado para contorsionistas.



Te movés con cuidado y con el miedo de que algo se te caiga en el inodoro, que parece conectado directamente al vacío. Se te llegan a caer los lentes y van a parar directo al sistema digestivo de algún delfín allá abajo en el Atlántico.
Leés todas las etiquetas, porque todo está destinado a algo específico. No podés tirar el papel en cualquier lugar. Y además tenés el recipiente donde te ofrecen toallas femeninas. 
Lo abrís con curiosidad (el que está afuera, que espere), para encontrarte con asco con que no todo el mundo presta la misma atención que vos a las etiquetas, o no las entienden al menos, y usaron el cajoncito como tacho de basura.
En fin.
Liquidás el trámite con celeridad y perdés todo el tiempo que ganaste en tratar de destrabar la puerta que se flexiona al medio para optimizar el uso del, ya exiguo, espacio.
Volvés a tu asiento, a molestar al señor que está dormido en su asiento del pasillo para que te deje pasar, cosa que hace entre refunfuños adormilados que serán ignorados por vos con simpatía y cara inocente de "y qué querés que haga".

Entretenerse

Al principio parece todo maravilloso. El mundo y el diseño han cambiado, y ya no hay una única película que todos deben ver en una pantalla que les queda mejor o peor según sea la ubicación del asiento que les ha tocado. Ahora cada pasajero tiene su propia y egoísta pantalla en el respaldo del asiento de adelante.
Interesante.



Buscás el menú de opciones y hay montones de películas. Aunque como la aerolínea es angloparlante la mayoría de las propuestas están sin subtitular, mucho menos dobladas. No importa, sos canchera en el uso del idioma y podés sortear el obstáculo.
Pero el menor que te acompaña, aún no. 
Así que se aburre porque no encuentra algo para ver y por ende no te deja ver nada a vos tampoco. Espíritu solidario se requiere.
Eventualmente se duerme y volvés a buscar algo para ver. Una película que tenías catalogada como interesante. Bien. Comienza.
Pero qué bajito se oye! No hay caso, la dejás a los cinco minutos y te pasás a algún canal de música, hay varios géneros y estilos para elegir. Y se oyen bien.
Menos conflictivo, por suerte.
Leer es tu vicio habitual, así como escribir en el cuaderno que te llevás especialmente para estas crónicas. Pero estás cansada y tu menor te pregunta todo el tiempo qué escribís, así que se sostiene poco tiempo.
Volvés al canal de audio. Nuevo disco de David Ghetta. Qué bueno.

Bajar

El avión llega a destino. Lo ves en el controlador de recorrido que también se te ofrece en la pequeña pantalla del asiento.
Parece que ya está todo listo, pero tarda horrores en aterrizar. 
El piloto saluda a todos con humor inglés y solicita, sugiere, exige, que nadie se levante hasta que se apague el cartel de "ajustar cinturones".



Pero nadie hace caso. No al menos en un vuelo con argentinos a bordo. Así termina por armarse una fila larguísima de gente impaciente por bajar del avión, comprensible después de un vuelo de doce horas, claro, pero improductiva al máximo.
Los dejás pasar a todos. Nadie te corre. Agarrás tranquila tu equipaje de mano y caminás tranquila hacia la puerta.
Estás donde querías estar.

Arribos

Finalmente pisaste tierra, pasaste migraciones y tenés una nueva travesía en puerta. Disfrutás como parte de todo los olores típicos de estos no lugares que son los aeropuertos y todas las peripecias del vuelo se te olvidan como los dolores del parto a la madre que ve a su hijo por primera vez.
Ya habrá tiempo de recordarlas para el vuelo de regreso. Ese que te lleve de vuelta a casa. 



miércoles, 25 de noviembre de 2015

Colectivo suburbano

Todos los días, excepto aquellos en los que el clima y los tiempos permiten la caminata, voy a mi trabajo en colectivo. Son diez minutos de viaje en una línea de las que yo denomino "conurbanas" porque no pasan la General Paz hacia el lado de Capital.
El trayecto de esta línea es bastante acotado, de Morón a Liniers apenas, y recorre calles de barrio y por breves sectores alguna avenida, también de barrio.




Tiene una frecuencia de veinte minutos entre coche y coche y eso resulta en que, si sos pasajero habitual y por cuestiones laborales lo tenés que tomar siempre a la misma hora, te toca el mismo chofer y hasta los mismos pasajeros, aunque esto último es lo más variable.
Así, cuando comenzás a usar la línea y a ver la cara del mismo señor todos los días, a pesar de no ser persona de campo, empezás a saludarlo.
El tipo te ve cada mañana, no podés no saludar, por muy hosco que seas. La amabilidad, por otra parte, es recompensada. No sólo el hombre te saluda de vuelta y marca tu tarifa sin que tengas que decirle a dónde vas. También te otorga el beneficio de que, si un día te atrasaste un poquito y te ve venir corriendo, te espera.
Estas cuestiones de servicio personalizado en el transporte público no suelen suceder en las líneas "grandes" de colectivos. Esas que sacan un coche cada cinco minutos, y cuyos recorridos son tan extensos que los choferes se entremezclan en la grilla como mapa de vuelos internacionales.
Nunca te toca el mismo chofer, y si te tocara viaja tanta gente que es imposible que recuerde cuál es tu recorrido habitual.
Nadie se saluda, nadie se mira. Sólo a veces coinciden un par de madres que llevan a sus hijos al mismo colegio y se conocen de la puerta de la escuela o del grado, pero se mantiene el punto de que el viaje es corto. Y tampoco sucede todos los días.
Hace muchos años viajé a París. Mi hermana, arquitecta hoy, estudiante en ese entonces, me pidió que le sacara fotos a una casa de diseño que quedaba en las afueras de la ciudad, hecha por un famoso colega de ella, de esos muy premiados que se endiosan en la época estudiantil.
Cabe aclarar que mi hermana sólo me dio el nombre de la casa y el barrio, Saint Cloud. Ni calle, ni ninguna otra indicación. Y no había Internet donde buscarlas. 



Pero bueno, como una es solidaria y además infernalmente curiosa, logré reunir los datos necesarios para llegar a la Villa Dall'ava, de Rem Koolhaas. 
Llegué en el subte hasta la Puerta que correspondía. Aclaro que las puertas son como las salidas de la ciudad. Una vez que las cruzaste estás en el conurbano parisino.
Allí me dirigí a una oficina en la que me indicaron la dirección exacta y cómo ir hasta allí. Tenía que tomar un colectivo.
El colectivo en cuestión resultó ser una especie de combi en la que la única desconocida era yo. Los demás pasajeros se saludaban a medida que subían, charlaban de sus cosas, y también sabían en qué parada se bajaba cada uno de los otros.



Mi primera reacción fue la sorpresa: estábamos a muy poca distancia de una enorme urbe y sin embargo ahí parecía el pueblito de Heidi.
El ambiente era tan distinto al de la gran ciudad.
Y entonces pensé, como pienso cada día cuando yo u otro pasajero saludamos al chofer con un buen día, o hasta hacemos algún comentario más extenso, en cuánto más personas parecemos con cada interacción.
Las ciudades son maravillosas, no creo ser otra cosa que una urbanita aunque me guste despejarme de tanto en tanto. Pero nos perdemos en ellas.
Y a veces está bueno, es lo que buscamos, el reparo del anonimato.
Pero en otras ocasiones nos gusta que nos sonrían de vuelta, que nos saluden, que sepan, aunque sea por un pequeño rato, que somos personas y no entes deambulando por el mundo.


lunes, 23 de noviembre de 2015

Viajar Viajar - Souvenires

Cuando viajamos solemos practicar la costumbre de comprar cosas. Mientras tengamos algo de dinero y lugar en la valija, es inevitable.
A veces compramos cosas que necesitamos, como cuando encontramos en liquidación prendas de vestir, combos de bombachas y medias, o libros, muchos libros.
Hasta ahí todo bien.
El problema son las otras cosas que adquirimos. Las que de algún modo documentan nuestro itinerario. Las que nunca nos hicieron falta pero que queremos llevarnos como recuerdo de nuestro pasaje por aquellas tierras lejanas.  Esas que se suelen agrupar bajo el rubro "souvenires".
Adornos típicos, cositas para colgar, en fin, un surtido tan variado como innecesario. Oneroso, pero cómo no vas a llevarte ese cuenco pintado tradicional de este lugar.Tan lindo, tan local. O la espada de Toledo, tan histórica como recién forjada.



O ese sombrero mexicano traído de Cancún, carísimo, precioso, pero incómodo por demás para transportar en el avión (en la valija no cabía así que lo tuviste que subir como equipaje de mano) que acabó como depósito de polvo primero, y luego arrumbado en algún placard porque la verdad es que nunca coincidió con el estilo de decoración de la casa. Pero era tan lindo, y tan típico. Y tan inútil.
El problema básico de toda compra de viajero es el tiempo. O la falta de tiempo en realidad: no tenés momento para la reflexión. Es todo "ahora o nunca". Pasaste delante de la vidriera, o del puesto artesanal y tenés apenas una cuestión de segundos para decidir si te lo llevás o no.
Eso sucede porque no vas a volver a ese lugar. Estás de paso, entonces no es cuestión de volver al hotel, darte una ducha, o dormir y preguntarle a la almohada si vas a necesitar algún día esa quena del altiplano o ese sombrero colla.




No vas a volver a ese lugar jamás. Nunca en tu vida. NUNCA.
Por eso mejor pensá rápido, porque el objeto está a disposición apenas por un rato y si no lo aprovechaste, es decir, compraste, quedará para el próximo turista más despabilado (o no, en realidad, según sea el caso) que le pase delante.
Así llegás de vuelta a tu casa, desarmás el equipaje y te vas preguntando para qué te trajiste esto, o dónde vas a colgar esa chapita comprada en Notting Hill, tan monona ella, pero que no pega ni con cola con el mobiliario de tu cocina.
Te trajiste un cuadrito vintage y tu casa es minimalista. Y bueno, será el momento de pasarse a esa palabra tan amable para los desorientados como uno que es el "eclecticismo".
La cosa no termina con las compras para sí mismo. Los parientes y amigos a veces también viajan, y a veces también se acuerdan de uno.
Con suerte los agarraste con poco dinero para gastos superfluos (el regalito para el pariente es definitivamente un gasto superfluo en el global de un viaje) y te trajeron un imán para la heladera con la insignia del lugar. Y con un poco más de suerte es lindo y todo. Y sino, dejarás que lo cubran los volantes y folletos de delivery.



Con un poco menos de suerte, ya es un objeto que requiere de un espacio físico más comprometido. Un lugar en una repisa, un rincón en medio del living, un fragmento de pared.
Y lo peor es que, tras sucesivas mudanzas, los llevás con vos a todos lados, porque ¿cómo vas a desprenderte del regalito que te trajo la tía Nélida cuando viajó al Himalaya hace treinta años?
Así acabamos por acumular pedazos del mundo que se fabricaron exclusivamente para que la industria turística sume otro rubro de ingresos, pero que cargamos con el valor simbólico de ese momento en el que nosotros, o nuestro querido pariente, estuvimos en persona en aquel sitio tan recóndito del universo.



Un consejo a la hora de traer regalitos: que sean consumibles. Cremas, chocolates, una remera, algún perfume si da el presupuesto, aunque se note que los compraste en el free-shop de apuro. Nadie te lo va a reclamar, todo lo contrario.
Y en cuanto a las compras personales, bueno, les diría que le pongan paños fríos a la situación, que se dediquen a pasear y traigan sólo lo imprescindible. Aunque no sean objetos tan típicos del lugar, ni estén tan cargados de simbolismos varios. Compren sólo esas cosas que les van a durar para siempre, pero no como molestias, sino como placeres.
Libros, por ejemplo.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Diapositivas

Nací a principios de la década del '70. En 1973 para ser exactos.
No tengo mucha idea de por qué, pero el archivo fotográfico familiar indica que en esa época estaba de moda sacar fotos en formato diapositiva.
Por si alguien muy, muy, joven e inexperto lee esto, aclaro que las diapositivas eran, son, bueno, fotos del tamaño de un negativo de película de 35 mm pero "positivado", o sea, en la que se ven los colores como realmente son y no al revés.
A nivel uso docente o profesional, son las precursoras de las presentaciones en PowerPoint, o su última versión analógica, las filminas.
Para verlas, dado su compacto tamaño, hace falta un proyector, aparato que lanza un haz de luz a través de ellas al tiempo que las ilumina y las proyecta, justamente de ahí su nombre, sobre una superficie clara y despejada, como la pared del living o la pantalla enrollable portátil que se compraba para tales fines.
Otra particularidad es que, dado que son pequeños recortes de película, para manipularlas se las coloca en marcos de plástico, de variados estilos y colores, según la marca.



Hoy en día sería imposible que siguieran en vigencia. No sólo porque las cámaras digitales no soportan el formato, sino por el culto que mirarlas implicaba.
Si para algunas personas ya resulta engorroso compartir un álbum de fotos "físico" (de fotos de papel, no digitales), el caso de la diapositiva implicaría un esfuerzo equiparable a escalar el Everest.
Y sin embargo había algo lindo en verlas, algo así como un ritual. 
Exigía una disposición tipo cine o teatro: todos los asistentes con las sillas, almohadones o lo que más cómodo les resultara, sentados mirando hacia la pared o pantalla en cuestión. En una mesa atrás, el proyector y su proyectorista: el amigo o familiar que traía las fotos para mostrar, o que se ofrecía para pasar las de la casa. 
Los carretes de los proyectores familiares soportaban hasta treinta diapositivas por tanda, por lo que, para que la sesión no perdiera dinamismo, hacía falta comprar unos cuantos y prepararlos de antemano. Era fundamental cargarlos con las diapositivas mirando hacia abajo porque el efecto óptico del proyector, como el ojo humano, las invertía. Y no había nada más molesto que estar sumergido en ese desfile de fotos y que de pronto apareciera una cabeza abajo. 
En los colegios o empresas solía haber proyectores automáticos, que con un control remoto iban pasando las fotos una a una, en lugar de requerir a una persona que las pasara en ese movimiento tipo cortadora de fiambre que ingresaba una foto y luego de que fuera vista y comentada por los asistentes, la sacaba para ingresar la siguiente.



"Comentada" dije. Y es que eso es lo que sucedía, y así se completaba el ritual: todos hablando de esa imagen expandida que teníamos enfrente. Podía ser de un viaje, o, como no quedó otra en mi caso, de fotos familiares viejas.
Aparecés ahí de bebé, y la interjección de ternura de los que la ven es inevitable.
A veces tengo ganas de organizar una merienda de "pasada de diapositivas". 
Será cuestión de preparar el tiempo, el espacio, y la voluntad de los asistentes para tal fin. Y así poder ver esas fotos de cuando eras chiquita, en la plaza, en la Galería Jardín o en la casa de la abuela. Algunas, muy pocas, fueron impresas (se podía hacer eso).
El resto quedaron ahí, en cajas grises, en sus pequeños marcos como ventanas a un pasado que apela a la nostalgia, pero también a cuando había un tiempo para reunirse y charlar de las fotos, de las vivencias, de los recuerdos.
Algo en desuso hoy, epoca de Instagram, en la que todo se termina en el momento en que nos mandamos las fotos por WhatsApp.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Campaña del hartazgo

Se habla, y mucho en estos días, de la campaña del miedo.
Los ubico: escribo el 15 de noviembre de 2015. Hace tres semanas se celebró la primera vuelta de las elecciones presidenciales con el resultado parcial de dos candidatos que deberán enfrentarse en el balotaje ya que ninguno alcanzó la mayoría absoluta.


Estas semanas que transcurren entre aquella elección y la segunda vuelta, programada para el 22 de este mes, se convirtieron por ende en tiempo de definiciones para quienes en la primera vuelta habían votado a otros candidatos, a las minorías.
Ante este panorama, la guerra se desató. Los dos partidos mayoritarios salieron a la caza del votante ajeno con la ferocidad y fanatismo de quien encara una guerra religiosa.
En lugar de debatirse propuestas, la estrategia elegida es ensuciar al otro. Amenazar con lo que sucederá si gana el adversario.
Todas cosas horrendas, claro. 


A esta seguidilla de visualizaciones nefastas se le llama la "campaña del miedo".
Sin embargo, yo voy a referirme a otro aspecto, que no es una estrategia sino más bien un efecto, adverso, claro: el hartazgo.
La militancia obsecuente e invasiva a través de llamados telefónicos a quienes no estén registrados en listas para evitar telemarketing (que existe, aunque nadie sabe cómo anotarse), mails ofreciéndote ser voluntario para tal o cual agrupación, mesitas repartidoras de globos y volantes en cuanta esquina se pueda, convocatoria a marchas con consignas de lo más incomprensibles si se tiene en cuenta que hablamos de un futuro presidente de este bendito país ("Amor sí, Macri no") y que remiten con suerte al movimiento hippie. 


A todo eso se suma la febril campaña de personas comunes y corrientes, no militantes habituales, que se hacen eco vaya uno a saber por qué y que dedican sus días a subir fotos, noticias falsas y recordatorios del apocalípsis que se nos está por venir, gane quien gane, en las redes sociales.


Así, abris tu perfil de Facebook para comentar una idiotez o para ver en qué andan tus amigos y te encontrás con montones de posts cruzados en favor de uno o de otro partido. 
Cuántas amistades se perderán debido a esto, no quiero imaginar.
Pero el colmo, y esta vez sí me refiero al oficialismo en particular, es el uso de medios de comunicación para difundir falsedades. Porque una suposición no es NOTICIA, por ende anunciarla como tal es falsedad.
Me preocupan los medios en general, pero lo que no deberíamos tolerar es que se utilicen medios nacionales, estatales, no partidarios (concepto que en nuestro país parece no haberse esclarecido jamás) para tales fines.
El papel de la agencia Télam, o del canal 7, son lamentables.
Y como frutilla del postre, sectores que no comulgan con ninguno de los candidatos haciendo campaña, sí, campaña, por el voto en blanco. Como si se lograra algo con eso.
Tanta lucha lo que consigue es el cansancio del votante, que ya participó de dos comicios (PASO y primera vuelta) y todavía tiene uno más pendiente. 


El acto electoral, más que valorable en una sociedad como la nuestra que perdió esa posibilidad durante tantos años, se ha vuelto rutina. En su connotación negativa. 
Pero lo peor es esta contaminación de la decisión ciudadana con culpas y amenazas de un futuro que puede o no suceder. 
Así, llegaremos todos al 22 hartos. Hartos de escuchar y ver basura volando en todas direcciones. Hartos de que en lugar de propuestas y hasta las nunca cumplidas promesas de campaña se hayan transformado en insultos. Hartos de que quienes no compartan tu opinión te acusen de querer fundir al país. Hartos hasta de lo sano de la política, por extensión.
Esta noche se realizará el debate, el clímax probablemente de esta campaña. Llegamos tan cansados que no sé cuántos lo escucharán con atención.
Lo más seguro es que va a haber quienes levanten cita por cita a las redes sociales, con algún comentario lateral ad hoc.
Hemos desvirtuado todo. Ya no hay ideas, proyectos de país. Justo en éste, al que tanta falta le hacen.
Sólo queda la basura. Sólo el hartazgo.



sábado, 7 de noviembre de 2015

Tarot

Las artes adivinatorias acompañan a la humanidad desde sus inicios más remotos. El ser humano siempre buscó la posibilidad de saber de antemano las cosas. Algunas, al menos. 




Se trataba de encontrar un adelanto del destino en cualquier cosa. Vísceras de animales, movimientos planetarios, restos de té o café, las líneas de las manos, una bola transparente, y cuanta cosa donde alguien asegurara ver, como a través de una pantalla de cine, qué deparaba el futuro.

Los gobernantes de todas las épocas y sistemas consultaron a sus adivinos, en vanos intentos por saber qué caminos seguir.

Y si ellos lo hicieron, por qué no el resto de los simples mortales. Al fin y al cabo a nadie le viene mal alguna ayudita en cuanto al resultado posible a la hora de tomar una decisión.

Así, cuando paseamos por Caminito o Plaza Francia, contamos con amplia oferta de puestos de tarotistas, que se reclaman a sí mismos videntes naturales en la mayoría de los casos, para detenernos un rato y pedir alguna iluminación sobre eso tan oscuro que es nuestro futuro. Por una módica suma de efectivo, por supuesto.




Pero ¿cómo saber cuál de estos pitonisos urbanos de siglo XXI es realmente lo que dice ser? Conviene hacer la consulta con algo de escepticismo, ya que no hay certificado alguno que avale que la persona sentada del otro lado de la mesita cuente con habilidades reales. Y es que lo sobrenatural también es inconmensurable.

Ante la duda, continuamos el paseo como lo que es, eso, un simple paseo, y dejamos las consultas para aquellos que sí parecen ostentar algún poder real. Los conocidos. Los famosos. Astrólogos, tarotistas, videntes naturales que salen en los medios, publican libros con los pronósticos anuales para todos los signos y en todos los horóscopos hasta ahora inventados. Bueno, si tienen ese nivel de popularidad, por algo será, ¿no?



Y sin embargo lo más saludable sería mantener la duda. Con respecto a la idoneidad del adivino en cuestión y con respecto a nuestro destino.

Claro que nos encantaría saber si esos ojos increíbles que nos fascinaron serán nuestra futura pareja. Por supuesto que, ante alguna sospecha de infidelidad queremos saber la verdad, cueste lo que cueste. Y lógicamente también queremos saber cómo nos irá en nuestra economía y si hay algún viajecito por delante.

Lo del viaje hay que darlo por descontado. Se ve que es lo que todo el mundo quiere, así que no falla. En todos los futuros hay un viaje. No se aclara si el destino es el cementerio, pero el viaje está, sí señores. 




Y con respecto a todo lo demás, bueno, mi experiencia personal es que, así como las interpretaciones de textos pueden variar de lector en lector, también varían las interpretaciones de las lecturas de cartas. Y los resultados pueden ser el opuesto absoluto de la realidad. El marido que los naipes prometen como fiel acaba de tener un hijo con otra; el dinero que abunda es en deudas, no en disponible; y la separación que la tarotista no ve es, en la realidad, inminente.

No es que no deje margen a la duda. Una vez mi hermana tomó un taxi y el chofer le habló de su presente y futuro, sin cobrarle un peso (por eso, le cobró la tarifa del taxímetro, claro). Un hombre con capacidades especiales. Existe gente así, puede ser. Como la mujer que ve gente muerta de la serie "Médium", personaje basado en una persona real, que de hecho asesora en la serie.




Lo que es seguro es que ninguno de ellos cobra por lo que los demás vemos como un don y ellos viven como una tortura. No debe ser muy divertido saber qué va a pasar. O qué pasó en el caso de las muertes violentas.

Al fin y al cabo de eso se trata la vida: de recorrer una aventura en la que escribimos cada capítulo a medida que avanzamos. Aunque nos gustaría tanto saber si ESE hombre es el amor de nuestra vida...

¿Tiramos las runas?




La condena

El caso horroriza a la ciudad, al país. 
Lo impensable, lo insoportable: una beba recién nacida, con el cordón umbilical sin cortar aún fue abandonada en una bolsa de basura en una estación de servicio.
Una empleada del lugar la encontró, la abrigó, llegaron las autoridades, el hospital: la beba está sana y salva en cuanto a lo biológico, pero no tiene padres. O casi.

Gracias a las cámaras de seguridad del lugar se pudo identificar a la madre y a su pareja, quien, según los testimonios de las mismas empleadas, fue el que entró a la parte de mercado de la estación a comprar apósitos femeninos "para una emergencia".
Ambos fueron detenidos y acusados de "abandono de persona". Porque la beba sobrevivió, sino sería otra la causa.
Sin embargo, 24 horas después de esa imputación inicial, el hombre fue liberado por "falta de méritos" y ella, la madre, procesada y embargada.
Sé que esto sobre lo que voy a reflexionar no le causará gracia a muchos. Lo veo en los comentarios de las notas periodísticas sobre el caso. "Asesina", "que la castren", dicen todos con el dedito acusador.


Nadie se atreve a preguntarse qué pasó por la cabeza de esa mujer durante estos nueve meses y mucho menos en el momento en el que dejó a su propia bebé abandonada para morir.
¿Era realmente consciente de que eso que dio a luz era una persona?
En su familia no sabían que estaba embarazada. La madre de ella incluso dijo que no es la primera vez que oculta un embarazo. No es la primera vez. ¿Y qué piensan? ¿Que es una excéntrica, acaso? ¿A nadie se le ocurrió preguntarse si padece problemas psiquiátricos?

En lugar de intentar comprender la situación de alguien que llega a una situación tan extrema hacemos matemática de la psicología.
Es mujer (por ende NO HAY MANERA de que no quiera ser madre) + no es indigente (no tiene la excusa telenovelera de que no va a poder mantener al hijo) + no carece de instrucción = si no se hizo cargo de la bebé es una asesina en potencia.
La condena cae siempre, infalible y cruel, sobre la mujer.
Y la maternidad es el punto más evidente.
El supuesto padre dice no haber sabido que su pareja estaba embarazada. No se dio cuenta de que no menstruaba, conviviendo. No le tocó nunca el vientre. No observó malestares. Nada. Pero claro, es hombre. Y esas son cosas de mujeres.

Ella quedó procesada, él está libre. 
Porque para condenar a la mujer, sí, vamos todos, es la que tenía la criatura en su vientre. Un padre puede, cómo no, es natural, ser abandónico, pero ¿cómo lo va a ser una madre?
En lugar de preguntarnos qué pasó con ella, le caemos con el peso de la ley. 
La beba fue engendrada por ella sola, parece. El tipo que estaba allí, sea o no el padre, no tiene mérito para la justicia. Claro, es hombre.
Y de educación sexual, mejor ni hablemos.
Qué fácil es juzgar, condenar, pero sólo a las mujeres, porque la vida se evidencia en nosotras, porque tenemos la obligación.

Se nos condena si no deseamos ser madres, si lo deseamos pero también deseamos otras cosas. Si para desarrollarnos dejamos al chico con la niñera, o con la abuela. Si por ser madres se nos cayeron las tetas y se nos ensanchó la cadera. Si damos el pecho, si damos mamadera. Si le cantamos canciones de cuna, si no lo hacemos. 
Se condena la educación sexual, el uso de anticonceptivos. El aborto. 
Y después "no se entiende", no se acepta que se pueda llegar a una situación como ésta.


Se nos exige ser independientes, bellas hasta la muerte, y por belleza me refiero al sentido comercial, a la juventud eterna, a disimular el paso del tiempo por nuestros cuerpos, y claro, el de la maternidad.
Se nos exige ser madres, desearlo a como dé lugar. Ser buenas amas de casa, si es posible profesionales y con tiempo para todo eso más el spa y el gimnasio. Y los chicos, claro.
Una mujer que se queda en su casa, que "está al pedo", es condenada incluso por sus pares mujeres, que tienen que trabajar además de todo lo que hacen a nivel doméstico. 

Nos desgajamos en múltiples funciones, somos capaces de cambiar un pañal mientras atendemos una llamada de trabajo con el celular. "Multitasking" nos gusta llamarnos. Para darle algo de simpatía a la situación.

No defiendo lo que hizo esta mujer, ni mucho menos, pero de verdad no entiendo el proceder judicial que en lugar de buscar una explicación, de ayudar a una mujer que hace algo tan extremo, la condena e ignora el rol del hombre.
¿Le puede parecer a alguien que lo hizo en su "sano juicio", con deliberación, con la perversa decisión de dejar morir a la criatura?


Y no es sólo la justicia. Toda la sociedad la mira mal.
Es intolerable. Una mujer que no quiera, no pueda cumplir con las expectativas que se tienen sobre ella. Y mucho más grave es que ni siquiera sepa disimularlo recurriendo a un aborto, ilegal, para que nadie se dé cuenta de lo que sucede en su cabeza.

Mal, mujer, te has portado muy mal. Asesina. Que te castren.

sábado, 31 de octubre de 2015

No uso paraguas

No uso paraguas. Jamás.
Todo comenzó con que siempre los perdía, pero terminó siendo una cuestión de principios: NO CREO en los paraguas.
No evitan que te mojes, excepto un poco el pelo, pero cuando llueve complicado, con viento, con agua en todas direcciones, te empapás igual. 
Por otro lado, no existen en versión "manos libres". Te ocupan una mano al menos, seguro, y las dos si estás en plena tormenta, con ráfagas que te sacuden y esa exigencia de manejar al artefacto en cuestión como si fuera toro mecánico. Evitar que se vuele, que se doble, que te quede dado vuelta hacia arriba, todo requiere de un desenvolvimiento gimnástico digno de un atleta. Y mientras tanto, te mojaste, claro.
Sobre estos puntos no he reflexionado sólo yo: a continuación les adjunto la imagen de un diseño de paraguas copiado del cono del silencio de Maxwell Smart que confirma lo que digo. 


Cuando los tenés que cerrar mojados, son molestos. Subís al colectivo y ¿dónde lo ponés? Parado al lado tuyo, mientras se deleita y te moja al chorrear. El agua que te evitaste en la cabeza ahora la tenés en el pantalón o las medias. Genial.
Luego está la cuestión ambientalista: la mayoría de los paraguas son descartables. No sobreviven un vendaval. Antes, cuando eran de mejor calidad y por ende precio, existían los que los arreglaban. Varillas arqueadas o descosidas, trabas falseadas, todo podía repararse y el propietario gastaba su dinero en mantenerlo útil. Hoy sin embargo, cuesta mucho menos uno nuevo comprado de ocasión bajo la tormenta que arreglar uno viejo. Así es como luego de fuertes lluvias nuestras calles se convierten en una suerte de cementerio de paraguas rotos. Como si le hiciera falta basura suelta a esta ciudad.



Otro factor digno de análisis y repudio es la idiosincracia promedio del usuario de paraguas. Egoísmo sin fin.
Primer lugar para los que van con el paraguas abierto por debajo de los balcones y techos indispensables para vos que no tenés más que la capucha. ¿Si traés paraguas para qué evitás la lluvia? ¡Correte!
Segundo, los petisos con paraguas: las puntas de las varillas le llegan a la gente de estatura mediana a la altura del ojo. Un día van a dejar tuerto a alguno. Hagan el esfuerzo y estiren un poco el brazo para arriba, desconsiderados...
Tercero: Paraguas modelo sombrilla. Con punta arriba como si necesitaran antena. Paró de llover y sus portadores los llevan cerrados en la mano, en posición horizontal, los bambolean de adelante hacia atrás como si esperaran clavárselo al que se acerque demasiado. Y en una calle porteña, acercarse demasiado, sucede.
Otro punto que me genera mucho disgusto con respecto a estos adminículos es la falacia histórica en busca de protagonismo. No existían (época gloriosa) los paraguas en 1810, según me enseñó mi profesora de Historia del secundario. Un pintor posterior decidió darles el protagonismo en un cuadro sobre el Cabildo Abierto y ahí quedaron, como falsos cómplices de la gesta patriótica.



Hoy no llueve, mejor, así no tengo que dar esta explicación a cada uno que me ve andando (y a veces cantando) bajo la lluvia y me pregunta escandalizado:"¿Cómo? ¿Con este día y no trajiste paraguas?"